Mi vida estaba dividida en dos estaciones, una de lluvia y otra de sol. El invierno era largo, oscuro y húmedo, con días cortos y noches heladas, pero nunca me aburría. Además de ordeñar las vacas, cocinar con Facunda, cuidar las gallinas, cerdos y cabras, y lavar y planchar, también tenía una vida social plena. Las tías Pía y Pilar se habían convertido en el corazón y el alma de Nahuel y sus alrededores. Organizaban reuniones en las que todos jugaban a las cartas, tejían, bordaban, usaban la máquina de coser, escuchaban música en la Victrola de manivela o rezaban novenas por animales enfermos, personas enfermas, cosechas y buen tiempo. La intención inconfesada de las novenas era arrebatar feligreses a los pastores evangélicos, que poco a poco iban ganando terreno en la zona.
Mis tías repartieron generosas raciones de licor de ciruela o cereza, que ellas mismas prepararon para levantar el ánimo, y siempre estaban dispuestas a escuchar las quejas y confesiones de los
otras mujeres, que venían en su tiempo libre o cuando querían un descanso del tedio de la vida cotidiana. Las manos curativas de Tía Pía eran conocidas por kilómetros a la redonda, aunque era discreta para evitar una rivalidad con Yaima. Los dos curanderos eran más buscados que cualquier médico.
Las horas de luz pasaban volando mientras ayudaba al tío Bruno con los animales o en los pastos cuando no llovía demasiado. Por las noches tejía en el telar o tejía, estudiaba, leía, ayudaba a Tía Pía a preparar remedios caseros, daba clases a niños locales o aprendía código Morse del operador de radio.