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Jean Paul Sartre

El muro

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  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Le era absolutamente necesario encontrar palabras para expresar su extraordinario descubrimiento. Levantó dulcemente, con precaución la mano hasta su frente, como un cirio encendido, luego se recogió un instante, pensativo y sagrado, y las palabras vinieron por sí mismas: “¡Tengo derechos!” ¡Derechos! Algo del género de los triángulos y los círculos; era algo tan perfecto que no existía, se podían trazar millares de redondeles con el compás, no se llegaría a realizar ni un solo círculo. Del mismo modo, generaciones de obreros podrían obedecer escrupulosamente las órdenes de Luciano; no agotarían nunca su derecho a mandar, los derechos estaban más allá de la existencia, como los objetos matemáticos y los dogmas religiosos. Y he aquí que Luciano era justamente eso, un enorme racimo de responsabilidades y de derechos. Durante largo tiempo había creído que existía por azar, a la deriva: pero se equivocó por haber reflexionado demasiado. Mucho antes de su nacimiento, su lugar estaba ya marcado bajo el sol, en Ferolles. Ya —aún mucho antes del matrimonio de su padre— se le esperaba; si había venido al mundo era para ocupar ese lugar: “Existo, pensó, porque tengo el derecho de existir”. Y, quizá por primera vez, tuvo una visión fulgurante y gloriosa de su destino.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Se acordó que cuando era pequeño, su madre le decía algunas veces con un tono especial: “Papá trabaja en su escritorio”. Y esa frase le parecía una fórmula sagrada que le confería, de pronto, una nube de obligaciones religiosas, como no jugar con su carabina de aire comprimido, ni gritar “¡Tarambambom!”; caminaba por los corredores en puntas de pie, como si estuviera en una catedral. “Ahora me toca a mí”, pensó con satisfacción. Los demás decían, bajando la voz: “A Luciano no le gustan los judíos” y la gente se sentía paralizada, los miembros traspasados por una nube de flechitas dolorosas. “Guigard y Pierrette, se dijo con enternecimiento, son unas criaturas.” Habían sido muy culpables, pero bastó que Luciano les mostrara un poco los dientes, y en seguida habían sentido remordimientos, habían hablado en voz baja y se habían puesto a caminar en puntas de pie.

    Por segunda vez, Luciano se sintió lleno de respeto por sí mismo. Pero esta vez no necesitaba de los ojos de Guigard, era a sus propios ojos que aparecía respetable —a sus ojos que percibían por fin su envoltura de carne, de gustos y de disgustos, de costumbres y de humores. “Allí donde me buscaba, pensó, no podía encontrarme.” Había hecho, de buena fe, el recuento de todo lo que era. “Pero si yo no debiera ser más que lo que soy, no valdría más que ese pequeño judío.” Escudriñando así en esa intimidad de mucosas, ¿qué se podía descubrir sino la tristeza de la carne, la innoble mentira de la igualdad, el desorden? “Primera máxima, se dijo Luciano, no tratar de ver dentro de sí; no hay error más peligroso.” El verdadero Luciano —ahora lo sabía— había que buscarlo en los ojos de los demás, en la temerosa obediencia de Pierrette y de Guigard, en la atención llena de esperanzas de todos esos seres que crecían y maduraban para él, de esos jóvenes aprendices que se convertirían en sus obreros, en los habitantes de Ferolles, grandes y chicos, de quienes un día sería el alcalde. Luciano experimentaba casi miedo, se sentía casi demasiado grande para él. ¡Tanta gente lo esperaba, lista para el combate!; y él era, él sería siempre esa inmensa espera de los otros. “Eso es, un jefe”, pensó.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Pierrette y Guigard indicaban, con aire algo contrariado, un nombre en una lista de invitaciones. Luciano no estaba presente pero su influencia pesaba sobre ellos. Guigard decía: “¡Ah no! ¡Ése no! ¡Estaría bueno con Luciano! ¡Luciano que no puede sufrir a los judíos!” Luciano se contempló una vez más y pensó: “¡Luciano soy yo! ¡Alguien que no puede sufrir a los judíos!” Esa frase la había pronunciado a menudo, pero hoy no se parecía a la de otras veces. No del todo. Seguramente, en apariencia era una simple comprobación, como si se dijera: “A Luciano no le gustan las ostras” o bien “A Luciano le gusta el baile”. Pero no había que engañarse, el gusto por el baile quizá hubiera podido descubrirse también en el pequeño judío, eso no tenía más importancia que un estremecimiento de la médula, no había más que mirar a ese maldito judío para comprender que sus gustos y sus disgustos quedaban adheridos a él como su olor, como los reflejos de su piel que desaparecerían con él como los movimientos de sus pesados párpados, como sus sonrisas goteantes de voluptuosidad. Pero el antisemitismo de Luciano era de otra especie; despiadado y puro, apuntaba fuera de él, como una hoja de acero, amenazando otros pechos. “Esto… pensaba, es… es sagrado.”
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Luciano tuvo la suerte de encontrar a Maud en casa. Le dijo que la amaba y la poseyó varias veces con una especie de rabia. “Todo está perdido, se decía, nunca seré más que un cualquiera.” “¡No, no, decía Maud, detente, mi queridito, eso no, está prohibido!” Pero terminó por dejarse hacer: Luciano quiso besarla por todas partes. Se sentía infantil y perverso, tenía ganas de llorar.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Transcurrió la velada sin que los jóvenes hicieran alusión a su aventura y se mostraban particularmente amables los unos con los otros: habían abandonado esa brutalidad púdica que les servía de ordinario para velar sus sentimientos. Se hablaban con cortesía y Luciano pensó que por primera vez se portaban tal como debían ser con sus familias; él mismo estaba un poco enervado, no tenía costumbre de pegarse en plena calle como entre granujas.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    “Es necesario, dijo a su mujer, que Luciano aprenda su oficio de hombre”. Cuando salían de estas reuniones Luciano y sus amigos llevaban la cabeza ardiendo y hacían chiquilladas. Una vez, eran unos diez y encontraron un hombrecito oliváceo que atravesaba la calle Saint-André-des-Arts leyendo la Humanidad. Lo arrinconaron contra un muro y Rémy le ordenó: “Tire ese diario”. El tipejo quería ganar tiempo, pero Desperreau se deslizó detrás de él y lo agarró de la cintura mientras Lemordant con su puño poderoso le arrancaba el diario. Era muy divertido. El hombrecito furibundo daba puntapiés en el vacío gritando: “¡Déjenme, déjenme!”, con un acento raro y Lemordant, muy tranquilo, rompía el diario. Pero cuando Desperreau consintió en largar al hombre, las cosas empezaron a echarse a perder; el otro se arrojó sobre Lemordant y lo hubiera golpeado si Rémy no le hubiera mandado a tiempo un buen puñetazo detrás de la oreja. El tipo fue a golpear contra la pared y los miró a todos con malos ojos, diciendo: “¡Sucios franceses!”. “Repite lo que has dicho”, pidió fríamente Marchesseau. Luciano comprendió que iba a pasar algo malo: Marchesseau no entendía de bromas cuando se trataba de Francia. “¡Sucios franceses!”, dijo el meteco. Recibió una formidable bofetada y se lanzó hacia adelante con la cabeza baja aullando: “¡Sucios franceses! ¡Sucios burgueses, los detesto! Quisiera que reventaran todos, todos, todos”. Y una ola de otras injurias inmundas de una violencia que Luciano jamás hubiera podido imaginar. Entonces perdieron la paciencia y se vieron obligados a unirse todos y a darle una buena lección. Al cabo de un momento lo dejaron y el tipo se dejó ir contra la pared; vacilaba, un puñetazo le había cerrado el ojo derecho y todos estaban a su alrededor, cansados de golpear, esperando que cayera. El tipo torció la boca y escupió: “¡Sucios franceses!”. “¿Quieres que volvamos a empezar?”, preguntó Desperreau jadeante. El tipo no pareció escucharlo, los miró desafiante con su ojo izquierdo y repitió: “¡Sucios franceses! ¡Sucios franceses!”. Hubo un momento de duda y Luciano comprendió que sus compinches iban a abandonar la partida. Entonces algo fue más fuerte que él, saltó hacia adelante y golpeó con todas sus fuerzas. Oyó algo que crujía, y el hombrecito lo miró con aire débil y sorprendido: “Sucios…”, farfulló. Pero su ojo golpeado se transformó en un globo rojo y sin pupila;
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Luciano tenía ganas de firmar de inmediato pero pensó que no sería bastante serio. Tomó el papel y lo leyó atentamente. Lemordant agregó. Creo que tú no haces política; es asunto tuyo. Pero eres francés, tienes derecho a dar tu opinión”. Cuando oyó lo de “tienes derecho a dar tu opinión”, Luciano se sintió atravesado por un inexplicable y rápido regocijo. Firmó. Al día siguiente compró La Acción Francesa, pero el manifiesto no figuraba en ella. No apareció hasta el jueves, Luciano lo encontró en la segunda página bajo este título: “La juventud de Francia da un buen directo a la mandíbula de la judería internacional”. Su nombre estaba allí, condensado, definitivo, no muy lejos del de Lemordant, casi tan extraño como el de Fléche y el de Flipot que lo rodeaban; caía bien. “Luciano Fleurier —pensó—, un nombre de campesino, un nombre muy francés.”
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    “Sabe Dios en qué piensa ella con esos ojos tan severos.”
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Luciano estaba muy satisfecho de sí mismo: se había conducido como un tipo elegante y esto rescataba muchos errores. “Ella estaba al caer”, se decía, con un poco de añoranza. Pero reflexionando pensó: “Es como si la hubiera tenido: se ofreció y yo no quise”. En adelante ya no se consideró virgen.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    “Me pregunto ¿para qué existo?”. Estaba allí, digería, bostezaba, escuchaba la lluvia que golpeaba contra los vidrios y estaba esa bruma blanca que se deshilachaba en su cabeza; ¿y después? Su existencia era un escándalo y las responsabilidades que asumiría más tarde bastaban apenas para justificarla. “Después de todo, yo no he pedido nacer”, se dijo. Y tuvo un impulso de piedad para sí mismo. Se acordó de sus inquietudes de niño, de su larga somnolencia y se le aparecieron bajo una luz nueva: en el fondo no había dejado de estar embarazado por su vida, por ese regalo voluminoso e inútil y la había llevado en sus brazos sin saber qué hacer de ella, ni dónde depositarla. “He pasado mi tiempo en lamentarme de haber nacido.” Pero estaba demasiado deprimido para llevar más lejos sus pensamientos; se levantó, encendió un cigarrillo y bajó a la cocina para pedir a Berta que le hiciera un poco de té.
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