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Jean Paul Sartre

El muro

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El presente volumen recoge los primeros relatos del filósofo francés aparecidos a partir del dramático año prebélico de 1937 en la Nouvelle Revue Française. En cuanto al contenido de los cuentos más significativos de “El muro” cabe destacar a la pareja enclaustrada de “La cámara”, al personaje entre grandioso y cómico, ávido de asombrar al mundo, de “Eróstrato”, al proceso de corrupción de una falsa personalidad que describe “La infancia de un jefe” —entre otros—, que interesan por su intención subyacente antes que por su descaro verbal.
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252 printed pages
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Impressions

  • Luis Torresshared an impression3 years ago

    Cuentasos. 1000000/10

Quotes

  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Le era absolutamente necesario encontrar palabras para expresar su extraordinario descubrimiento. Levantó dulcemente, con precaución la mano hasta su frente, como un cirio encendido, luego se recogió un instante, pensativo y sagrado, y las palabras vinieron por sí mismas: “¡Tengo derechos!” ¡Derechos! Algo del género de los triángulos y los círculos; era algo tan perfecto que no existía, se podían trazar millares de redondeles con el compás, no se llegaría a realizar ni un solo círculo. Del mismo modo, generaciones de obreros podrían obedecer escrupulosamente las órdenes de Luciano; no agotarían nunca su derecho a mandar, los derechos estaban más allá de la existencia, como los objetos matemáticos y los dogmas religiosos. Y he aquí que Luciano era justamente eso, un enorme racimo de responsabilidades y de derechos. Durante largo tiempo había creído que existía por azar, a la deriva: pero se equivocó por haber reflexionado demasiado. Mucho antes de su nacimiento, su lugar estaba ya marcado bajo el sol, en Ferolles. Ya —aún mucho antes del matrimonio de su padre— se le esperaba; si había venido al mundo era para ocupar ese lugar: “Existo, pensó, porque tengo el derecho de existir”. Y, quizá por primera vez, tuvo una visión fulgurante y gloriosa de su destino.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Se acordó que cuando era pequeño, su madre le decía algunas veces con un tono especial: “Papá trabaja en su escritorio”. Y esa frase le parecía una fórmula sagrada que le confería, de pronto, una nube de obligaciones religiosas, como no jugar con su carabina de aire comprimido, ni gritar “¡Tarambambom!”; caminaba por los corredores en puntas de pie, como si estuviera en una catedral. “Ahora me toca a mí”, pensó con satisfacción. Los demás decían, bajando la voz: “A Luciano no le gustan los judíos” y la gente se sentía paralizada, los miembros traspasados por una nube de flechitas dolorosas. “Guigard y Pierrette, se dijo con enternecimiento, son unas criaturas.” Habían sido muy culpables, pero bastó que Luciano les mostrara un poco los dientes, y en seguida habían sentido remordimientos, habían hablado en voz baja y se habían puesto a caminar en puntas de pie.

    Por segunda vez, Luciano se sintió lleno de respeto por sí mismo. Pero esta vez no necesitaba de los ojos de Guigard, era a sus propios ojos que aparecía respetable —a sus ojos que percibían por fin su envoltura de carne, de gustos y de disgustos, de costumbres y de humores. “Allí donde me buscaba, pensó, no podía encontrarme.” Había hecho, de buena fe, el recuento de todo lo que era. “Pero si yo no debiera ser más que lo que soy, no valdría más que ese pequeño judío.” Escudriñando así en esa intimidad de mucosas, ¿qué se podía descubrir sino la tristeza de la carne, la innoble mentira de la igualdad, el desorden? “Primera máxima, se dijo Luciano, no tratar de ver dentro de sí; no hay error más peligroso.” El verdadero Luciano —ahora lo sabía— había que buscarlo en los ojos de los demás, en la temerosa obediencia de Pierrette y de Guigard, en la atención llena de esperanzas de todos esos seres que crecían y maduraban para él, de esos jóvenes aprendices que se convertirían en sus obreros, en los habitantes de Ferolles, grandes y chicos, de quienes un día sería el alcalde. Luciano experimentaba casi miedo, se sentía casi demasiado grande para él. ¡Tanta gente lo esperaba, lista para el combate!; y él era, él sería siempre esa inmensa espera de los otros. “Eso es, un jefe”, pensó.
  • Luis Torreshas quoted3 years ago
    Pierrette y Guigard indicaban, con aire algo contrariado, un nombre en una lista de invitaciones. Luciano no estaba presente pero su influencia pesaba sobre ellos. Guigard decía: “¡Ah no! ¡Ése no! ¡Estaría bueno con Luciano! ¡Luciano que no puede sufrir a los judíos!” Luciano se contempló una vez más y pensó: “¡Luciano soy yo! ¡Alguien que no puede sufrir a los judíos!” Esa frase la había pronunciado a menudo, pero hoy no se parecía a la de otras veces. No del todo. Seguramente, en apariencia era una simple comprobación, como si se dijera: “A Luciano no le gustan las ostras” o bien “A Luciano le gusta el baile”. Pero no había que engañarse, el gusto por el baile quizá hubiera podido descubrirse también en el pequeño judío, eso no tenía más importancia que un estremecimiento de la médula, no había más que mirar a ese maldito judío para comprender que sus gustos y sus disgustos quedaban adheridos a él como su olor, como los reflejos de su piel que desaparecerían con él como los movimientos de sus pesados párpados, como sus sonrisas goteantes de voluptuosidad. Pero el antisemitismo de Luciano era de otra especie; despiadado y puro, apuntaba fuera de él, como una hoja de acero, amenazando otros pechos. “Esto… pensaba, es… es sagrado.”

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