Íñigo Jáuregui Eguía

—Qué valientes somos los mexicanos —dijo irónicamente—. ¡Matarnos así los unos a los otros!

Hemos visto cómo robaban a nuestro pueblo, a la gente pobre y sencilla, durante treinta y cinco años.

Lo único que queríamos era que nos dejaran vivir en paz para trabajar y hacer grande a nuestro país, pero estamos cansados y hartos de que nos engañen.

Han muerto millares de personas en México, y aún morirán varios millares más. Tres años es mucho tiempo para un país en guerra.

Son los norteamericanos ricos los que quieren robarnos, igual que los mexicanos ricos. Son los ricos de todo el mundo los que quieren robar a los pobres.

—Muchas veces me he preguntado —dijo serenamente— por qué los ricos, teniendo tanto, quieren más.

—¿Qué muertos?

—¿No lo sabe? Esta mañana mandaron una avanzada de ochenta rurales al norte desde Bermejillo. Nos enteramos por el telégrafo e informamos a Benavides, en el flanco izquierdo. Enviamos un escuadrón para atacarlos por la retaguardia y los empujamos hacia el norte. Combatimos a lo largo de quince kilómetros, hasta que se toparon con el grueso de nuestro ejército, y no salió ninguno vivo. Están repartidos por todo el camino, en el mismo lugar donde cayeron

Se veía que había sido mucho más corpulento en vida, ya que los muertos menguan apreciablemente

¡Cincuenta hombres se acercaron de repente a palmearme la espalda, mis amigos más queridos de México, los compañeros de la tropa y La Cadena!

Vi al general Ángeles con su desteñido jersey marrón, sin sombrero, mirando por la mirilla y ajustando el blanco. Villa espoleó a su alborotado caballo hacia la cureña.