Tuvo muebles brillantes, cuadros y espejos, cuando fue recámara de mi hermana mayor y su marido. Nos la dieron un tiempo a nosotros, cuando la pequeña María regresó del hospital lastimada por la poliomielitis. Regresó María sin poder andar, irascible, y en sus dulces ojos, detrás de una como palidez azulada, un brillo de sufrimiento. María tenía dos años de edad. No he vuelto a ver ojos iguales: ojos iguales a hondos lagos, fijos y azorados, en los que cae sombría la luz, temblando, adolorida, no de veras, como sueño de luz. Mi padre vendió después la casa al marido de mi hermana menor, nos repartió el dinero e hizo de esta pieza su residencia constante. Y aquí, jueves en la mañana: de un camión junto a la ventana descargan estridentes varillas y zumban docenas de motores y como siempre el cielo es pardo y la luz sofoca y llega atravesando oleadas de polvo, turbio polvo macizo y luz contra la ventana e imprudentes oh imprudentes horrísonas varillas; aquí, regresemos, hay una cama ahora, la de toda la vida, de latón dorado, y el chivorof, la mitad del tocador que vino de Pachuca en 1923, la máquina de coser, el sillón que sirvió para esperar a los pretendientes de mis hermanas, el ropero chico: de mi padre, de mis hermanas, de mi hermano, mío, de mi padre otra vez, y de mi madre, al fin, que dijo:
—Si éste me lo compró tu papá, para mis cosas, para mí; no sé por qué nunca me lo dieron…