—Cuando los críos se vayan a casa en verano, saldré a buscarte y te ayudaré a cazar —dijo—. Será divertido.
Lo dijo exactamente con el mismo tono que el muy zoquete había empleado una vez al afirmar que la Escolomancia era el mejor lugar del mundo; era como si no hubiera aprendido nada.
—No será divertido —dije, malhumorada—. Cazar milfauces no es para nada divertido.
—Será genial —dijo, sonriéndome, negándose a dar el brazo a torcer—. Recorreremos el mundo…
—¿Para dar caza a unos monstruos horribles? —espeté—. Sí, unas vacaciones cojonudas. Lo de irse a la playa o hacer un viaje a París es una birria en comparación.
Su sonrisa no hizo más que ensancharse mientras yo seguía protestando; una especie de luz dorada asomó al rostro del muy capullo, que no dejaba de mirarme, y yo intenté seguir con mi perorata, pero fui incapaz: me incliné, agarré su rostro entre las manos y lo besé una y otra vez, allí, en el gimnasio de la Escolomancia, mientras los pájaros surcaban el aire, las diminutas mariposas pululaban entre las flores silvestres y el colegio nos regalaba una brisa suave y fresca, impregnada con el aroma de las flores y los melocotones.
La verdad es que no estaba nada mal.