La crueldad hacia uno mismo es feroz porque, aunque la prisión que habitamos no «tiene» rejas, nosotros las vemos, las sentimos, las notamos marcadas en nuestros cuerpos, en cada parte de nuestra carne. Ya no es el alma la que está encerrada en el cuerpo, sino todo lo contrario, es el cuerpo (el deseo, el placer) el que está encerrado en el alma, en un alma que posee categorías, normas, imperativos. El alma es un principio de crueldad porque no deja que yo me contemple a mí mismo como alguien que tiene un nombre propio. El alma es un principio metafísico (y, como tal, inmutable, eterno, universal), un principio que somete al cuerpo, a la vida, a mi vida y a mis relaciones con los demás y con el mundo a su propia lógica, a la lógica metafísica, una lógica que nada sabe de singularidades ni de excepciones, que no soporta el espacio y el tiempo, las ambigüedades y las situaciones. Yo debo contemplarme a mí mismo como sujeto a esa lógica cruel que me hace sentir culpable cuando más virtuoso intento ser. Ese malestar en la cultura que Freud analizó hace muchos años todavía no ha desaparecido, y no lo ha hecho porque es imposible que desaparezca. No es un problema de una moral, la platónica, la cristiana, la ilustrada, no, el problema no es una moral sino la moral, su lógica implacable, una lógica de la crueldad que no me da tregua, una lógica sádica, como diría Freud.