La historia no ha terminado

La ley no puede impedir los hechos, pero puede y debe establecer las inevitables consecuencias de los mismos; no puede impedirme acuchillar al primero que pase por la calle, pero puede y debe hacer que pase, si me doy ese capricho, un buen número de años en la cárcel.

Ni siquiera el juicio moral puede prescindir del contexto histórico de la civilización y del período en el que han tenido lugar los acontecimientos que se valoran: la esclavitud existente en la antigüedad clásica, ha escrito atinadamente Galli della Loggia, no puede ser acreedora por nuestra parte del mismo juicio moral que emitimos y debemos emitir acerca de una esclavitud que se pusiera en práctica hoy en día.

El perdón compete a la vida moral, a la capacidad interior de superar estados y movimientos de ánimo, dolores desgarradores y llenos de rabia, rencores; es un proceso espiritual difícil que, para ser real, tiene que ser llevado a cabo por ambas partes, por quien lo pide y por quien lo concede.

El perdón, escribe Marina Corradi, no puede ser pedido ni concedido a toda prisa; presupone reflexión, arrepentimiento, toma de conciencia, análisis de las acciones cometidas.

Pedir perdón es más difícil que perdonar. Quien perdona se sitúa por encima de aquel que le ha agraviado; se siente y es más grande y eso le ayuda a superar el rencor por la violencia sufrida. Quien pide perdón se pone de alguna forma por debajo de aquel al que se dirige; reconoce, al menos por lo que atañe al hecho en cuestión, su inferioridad humana y moral respecto a él.

Hay modos, formas, oportunidades y momentos para decir la verdad. Si una persona es fea y carece de gracia, decírselo en la cara no tiene que ver con el amor a la verdad. Lo humano estriba en el modo en que se dice la verdad, en la atención que se presta a aquel o aquella a quien se le está diciendo una verdad difícil

Las inauditas violencias cometidas en nombre del fútbol –e innoblemente toleradas merced a su difusión, con desprecio de los perjuicios muchas veces gravísimos sufridos por sus víctimas– tienen que ser reprimidos con mucha mayor severidad precisamente debido a su mayor difusión y por consiguiente a su mayor peligrosidad si se comparan con las violencias aisladas.

Hay una tosca sociología que sostiene con frecuencia que el derecho debe adecuarse a las costumbres y por consiguiente ya no tiene que castigar muchas acciones –acciones de alguien en perjuicio de algún otro– que hasta ese momento eran consideradas criminales.

Una archisabida y trillada historieta cuenta que un estudiante, que había sido descubierto por su maestro haciendo una trastada, se justifica diciendo que también su compañero de pupitre, desde hacía tiempo, andaba haciendo lo mismo, a lo que el maestro le replica preguntándole si, en el caso de que su compañero se tirase por la ventana, le parecería bien tirarse también él.

Un crimen es tanto más nocivo –y hace falta perseguirlo tanto más– cuanto más se difunde; mil robos a mano armada no pueden inducir a tolerarlos como una costumbre.