Debimos ser felices

Mi madre, a los 17, creyó por primera vez que vivir no valía la pena

El pasado es un pozo en el que suelo asomarme a veces, pero a vos te hizo caer

La muerte es tener moscas sobre la cara.

Con los años, nos van subiendo por el cuerpo. En la última mitad de la vida, se nos posan sobre las piernas en los días de verano y, de a poco, sin que nos demos cuenta, nos van trepando, hasta que terminan limpiándose las patas sobre nuestros pómulos o nuestra frente.

En el apartamento de la calle Soriano donde vivía mi madre, mi abuela fue libre por primera vez. Esa libertad, en todo caso, adoptó formas discretas: mirar televisión hasta la madrugada, tomar siestas largas los fines de semana, recorrer las tiendas de ropa y los bazares de 18 de Julio, comprar una cartera o un juego de cubiertos porque sí.

El pasado es un pozo en el que suelo asomarme a veces, pero a vos te hizo caer, como cayó el cuerpo de Amantino, como el benteveo, como si se pudiera estar siempre cayendo.

Después de todo, qué tan culpable serías, cuántas generaciones habría que retroceder para empezar a culpar o justificar.

A veces sospecho los destrozos subterráneos que tu angustia debe haber provocado en mí. Me digo: algo en mí debe estar dañado.

Me sorprendo, porque no son plantas que haya tenido alguna vez, porque necesitan atención y eso las vuelve frágiles, imprevisibles. Más parecidas a un animal.

pero la belleza se vuelve incómoda si dura demasiado.

Es la imagen de un pájaro. De un pájaro con el pecho amarillo, posado sobre una rama medio siglo atrás, mirando hacia el horizonte en el momento exacto en que dispara y cae.