Fui una buena madre mientras las niñas fueron pequeñas, pero en cuanto crecieron y fueron al colegio fracasé. No sé por qué, pero cuanto más crecían más insegura me sentía. Las atendía como mejor sabía, pero ya no era feliz a su lado, salvo alguna excepción. Entonces volví a dedicarme más a mi marido, que parecía necesitarme más que ellas. Mis hijas se habían marchado: cogidas de la mano, las carteras del colegio a la espalda, con el pelo al viento, y yo no comprendí que era el principio del fin. O quizá sí lo intuí. No volví a ser verdaderamente feliz. Todo fue cambiando de manera lamentable y dejé de vivir de verdad.