No creo en Dios porque nunca lo vi.
Si él quisiera que yo creyera en él
vendría sin duda a hablar conmigo
y entraría por mi puerta adentro
diciéndome ¡Aquí estoy!
(Tal vez es esto ridículo a los oídos
de quien, por no saber lo que es mirar las cosas,
no comprende a quien habla de ellas
con la forma de hablar que el observarlas enseña).
Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el sol y la luna,
entonces creo en él,
entonces creo en él en todo instante
y mi vida es toda una oración y una misa
y una comunión con los ojos y por los oídos.
Pero si Dios es los árboles y las flores
y los montes y la luna y el sol
¿para qué le llamo Dios?
Le llamo flores y árboles y montes y sol y luna; porque si él se hizo, para que le viera yo,
sol y luna y flores y árboles y montes,
si él se me aparece como árboles y montes
y luna y sol y flores,
es que quiere que le conozca
como árboles y montes y flores y luna y sol.
Y por eso le obedezco
(¿Qué más sé yo de Dios que Dios de sí mismo?), le obedezco en vivir, espontáneamente,
como quien abre los ojos y ve,
y le llamo luna y sol y flores y árboles y montes
y le amo sin pensar en él
y le pienso viendo y oyendo
y ando siempre con él.