Era un trayecto sinuoso, pero seguro; nos mostraba solo las porciones de paisaje que podíamos tolerar: árboles florecidos, calles no tan rotas, tres barquitos amarrados en un muelle, casi ningún comercio y, al final del recorrido, nuestra bella casa color durazno. Todo lo demás quedaba excluido del radar. Ese detalle, decía él, esa curaduría consciente del afuera te cambiaba el día, o sea, la vida. Una idea horrible: si uno es incapaz de abrazar su entorno, mejor que no salga, le dije.