Comer la carne de las crías no le estaba permitido.
A nadie. Ni siquiera a Santa, que tantas crías había traído al mundo.
Aquella era la primera regla de la hacienda.
La regla que sembraba las fronteras entre civilización y voracidad, entre civilización y la locura del caos.
La regla que, como un padrenuestro, la madre imponía sobre todos.