Una súbita ráfaga de viento recorrió la habitación y los ventiladores se pusieron en marcha como si fueran motores a reacción; los planos que había extendidos sobre la mesa —la gran mesa central, la más grande de la sala de lectura— salieron volando en todas direcciones, junto con los bocetos y demás papeles, y dejaron al descubierto las letras plateadas que había incrustadas en la vieja madera: para ofrecer santuario y protección a todos los niños magos del mundo; al mismo tiempo todas las luces de la sala de lectura se apagaron, excepto cuatro lámparas angulares que se giraron y arrojaron unos amplios haces de luz sobre las letras, que resplandecieron como si se hubieran iluminado desde dentro.
Todos se quedaron en silencio, contemplando el mensaje que el colegio me había dado, que nos había dado.
—Quiere mejorar su labor —dije—. Quiere que lo ayudemos. Y antes de que me lo preguntéis, no sé cómo. No creo que sepa cómo. Pero voy a intentarlo.
Miré a Aadhya, y ella me devolvió la mirada, todavía aturdida, pero le dije: Por favor, ayúdame, y ella soltó una carcajada parecida a un resoplido y dijo: Hostia puta, El, y luego se hundió en una silla como si le hubieran fallado las rodillas.