arner está desplomado en una esquina.
Está hecho un ovillo, con las rodillas encogidas hasta el pecho, rodeándose las piernas con los brazos y la cabeza hundida en ellas. Está temblando.
Los temblores le sacuden todo el cuerpo.
Nunca antes lo había visto como un niño. Nunca, ni una sola vez, en todo el tiempo que lo conozco. Pero en estos momentos parece un niño pequeño. Asustado, vulnerable, solo.
No hace falta ser muy listo para entender por qué.
Me dejo caer de rodillas ante él. Sé que puede sentir mi presencia, pero no sé si en estos momentos quiere verme. No sé cómo va a reaccionar si lo toco, pero tengo que intentarlo.
Le toco los brazos, suavemente. Le paso la mano por la espalda, los hombros y, entonces, me atrevo a abrazarlo hasta que poco a poco él se aparta y se incorpora.
Levanta la cabeza.
Tiene los ojos enrojecidos y de un tono verde sorprendente y llamativo, y brillantes por una emoción apenas contenida. Su rostro es la imagen del dolor.
Casi no puedo respirar.
Un terremoto me golpea el corazón y lo parte en dos. Y creo que en su interior hay más sentimientos guardados de los que cualquier persona debería tener que contener.
Trato de acercarlo más a mí, pero él envuelve los brazos alrededor de mis caderas y deja caer la cabeza sobre mi regazo. Me inclino sobre él instintivamente, protegiendo su cuerpo con el mío.
Aprieto mi mejilla contra su frente. Le doy un beso en la sien. Él se viene abajo. Tiembla violentamente, cae destrozado a mis brazos, jadea un millón de veces y se rompe en pedazos que yo me esfuerzo en mantener unidos. Justo entonces, me prometo a mí misma que lo abrazaré para siempre, así, hasta que todo el dolor, el tormento y el sufrimiento hayan desaparecido. Hasta que tenga la oportunidad de vivir una vida en la que nadie pueda volver a hacerle tanto daño.