—¿Qué tan seria es la cosa por aquí? —preguntó José Daniel, estirándose para conectar la cafetera—, porque me siento de una película, y en las películas… No, espera, de una novela, y como decía Malraux, los héroes son de la literatura.
—Serio ¿como de qué? —preguntó El Ciego dejándose caer en una banquita de tres patas ante el escritorio—. ¿Serio como de que matan?, pues matan, y a mí la verdad no me gusta eso. No me gusta que maten a la mala. No me gusta que maten y luego lo celebren. No me gusta que nos arrastren el miedo por las calles hasta que nos lo metan dentro… Aquí era tierra de caciques, maestro; aquí lo chingaban a uno por respirar quedito, cuanto más por sonreír. Aquí queda mucho hijo de la chingada suelto… Mucho hijo de la rechingada suelto. Y no les gusta lo que estamos haciendo.
—¿Y qué están haciendo? —dijo José Daniel mirando fijamente al subjefe de su hasta ahora no vista policía, de la por ahora medio adivinada ciudad.
—El poder popular, mi buen. Qué pinche pregunta, con perdón. ¿A poco cree que usted podía ser jefe de policía de un municipio priísta?
—De ninguno, más bien… ¿Qué eras antes, Ciego? Antes de ser policía.
—Secretario del interior del sindicato de taxistas.
—¿Y por qué cambiaste de empleo?
—Son cosas que hay que hacer. ¿No le pasó a usted lo mismo?
—No se muy bien lo que me pasó a mí. ¿Sabes cómo es tener 50 años?
—Todavía no, pero no tardo… Aunque no me urge.
—Es como saber que lo mejor ya pasó, una tontería así… Tengo canas en el bigote, ¿sabías?