Las exclusivas han perdido toda exclusividad. El papel de las revistas se ha vuelto amarillento, un leve olor a humedad se desprende de las otrora lustrosas páginas. ¿Y qué hay de los anuncios publicitarios? Los mismos que entonces hacíamos por ignorar con desdén adquieren hoy un valor nuevo. De repente, los anuncios se han convertido en las verdaderas noticias de aquel tiempo, en la entrada a aquel tiempo, son la memoria de lo cotidiano, que es la primera en estropearse, en cubrirse con una costra de moho. Como es lógico, los objetos que se publicitaban ya no existen, lo que no hace sino incrementar su valor. Huellas de un mundo desaparecido, un mundo que se divirtió, condujo sus Pontiac, vistió pantalones blancos y sombreros de ala ancha, bebió Cinzano, se paseó por Saint-Tropez. El mismo mundo que treinta años antes, en 1939, hizo cola para aprovechar los descuentos especiales en los receptores de radio, «para que usted pueda seguir en vivo la inminente guerra», como si aquello fuera un partido de béisbol…