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Paul Auster

El Palacio De La Luna

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Marco Stanley Fogg está a las puertas de la edad adulta cuando los astronautas ponen el pie en la luna. Hijo de padre desconocido, fue educado por el excéntrico tío Victor, que tocaba el clarinete en orquestas de mala muerte. En los albores de la era lunar, muerto su tío, Marco va cayendo progresivamente en la indigencia, la  soledad y una suerte de tranquila locura de matices dostoievskianos, hasta que la bella Kitty Wu lo rescata. Marco empieza entonces a trabajar para un viejo pintor paralítico y escribe su biografía, que éste quiere legar a su hijo, al que no llegó a conocer. Tras un largo periplo que lo lleva hasta el Oeste y bajo el influjo de la omnipresente luna, Marco descubrirá los misterios de  su origen y la identidad de su progenitor.
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Quotes

  • Haroldo Piñahas quoted13 hours ago
    Había hecho lo que me había propuesto hacer, pero no tenía la posibilidad de saborear mi triunfo. Había llegado a mis últimos cien dólares y sólo quedaban tres cajas de libros. Ya no podía pagar el alquiler y, aunque la fianza me daba otro mes de respiro, era seguro que después me echarían. Si las notificaciones empezaban en julio, la crisis se produciría en agosto, lo que quería decir que en septiembre me encontraría en la calle. Pero desde la perspectiva del primero de junio, el final del verano parecía estar a años luz. El problema no era tanto qué haría entonces, sino cómo llegar hasta esa fecha. Por los libros me darían aproximadamente cincuenta dólares. Sumados a los noventa y seis que todavía tenía, contaba con ciento cuarenta y seis dólares para vivir los siguientes tres meses. No parecía suficiente, pero limitándome a una comida al día, prescindiendo de periódicos, autobuses y toda clase de gastos frívolos, calculé que tal vez lo conseguiría. Así comenzó el verano de 1969. Parecía casi seguro que sería el último que pasaría en la tierra.
  • Haroldo Piñahas quoted13 hours ago
    Después de pagar la matrícula del último semestre, me quedaron seiscientos dólares. Todavía tenía una docena de cajas, además de la colección de autógrafos y el clarinete. Para hacerme compañía, a veces montaba el instrumento y soplaba dentro de él, llenando el apartamento de extrañas eyaculaciones de sonido, un bullicio de chillidos y gemidos, de risas y gruñidos quejumbrosos. En marzo le vendí los autógrafos a un coleccionista llamado Milo Flax, un extraño hombrecillo con un halo de pelo rubio rizado que se anunciaba en las últimas páginas del Sporting News. Cuando Flax vio la imponente colección de firmas de los Cubs en la caja se quedó pasmado. Mientras examinaba los papeles lleno de reverencia, me miró con lágrimas en los ojos y predijo audazmente que 1969 sería el año de los Cubs. Casi acierta, claro, porque de no haber sido por un bajón al final de la temporada, combinado con el meteórico ascenso de esa chusma de los Mets, seguramente así habría sido. Los autógrafos me proporcionaron ciento cincuenta dólares, que cubrieron más de un mes de alquiler. Los libros me daban de comer, y así conseguí mantener la cabeza fuera del agua en abril y mayo y terminar mis estudios en un frenesí de empollar y mecanografiar a la luz de las velas. Entonces vendí la máquina de escribir por veintiséis dólares, lo cual me permitió alquilar un birrete y una toga para asistir a la contraceremonia de graduación organizada por los estudiantes para protestar por las ceremonias oficiales de la universidad.
  • Haroldo Piñahas quoted13 hours ago
    El último año fue el más duro. Dejé de pagar los recibos de la luz en noviembre y en enero ya había venido un hombre de la compañía a desconectar el contador. Durante varias semanas probé diversas velas, estudiando el precio, la luminosidad y la duración de cada clase. Con sorpresa, descubrí que las velas conmemorativas judías eran las mejores con relación a su precio. Las luces y sombras móviles me parecían preciosas y, ahora que la nevera (con sus caprichosos e inesperados estremecimientos) había sido silenciada, pensé que probablemente estaba mejor sin electricidad. Otra cosa no podría decirse de mí, pero era flexible y resistente. Buscaba las ventajas ocultas que traía consigo cada privación y una vez que aprendía a vivir sin una cosa determinada, la apartaba de mi mente para siempre. Sabía que el proceso no podía continuar indefinidamente, que al final habría cosas de las que no podría prescindir, pero por el momento me maravillaba de lo poco que echaba de menos las cosas que habían desaparecido. Lenta pero constantemente, iba descubriendo que era capaz de ir muy lejos, mucho más lejos de lo que había creído posible.

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