Escribir me ha salvado la vida. Durante este último año, escribir ha sido lo mejor después de dormir. A veces incluso mejor que dormir. Me siento cuerda cuando escribo, mis nervios se relajan. Me siento cuerda, cuerda. Soy feliz. Cuando escribo, no sucede nada más, incluso aunque lo que escribo resulte ser malo. Parto de un abierto y escurridizo subconsciente informe al que podemos llamar «yo», que se define por no ser nada ni estar en ningún lugar, por ser tan solo el silencio en el que se mueven las formas. Y entonces aparecen las palabras. Palabras que embridan cosas. Surge el bienestar de lo organizado, de pastorear el caos, de no tratar de abolirlo, pero sí de pastorearlo hacia los márgenes, alejando el problema de la infinidad y la entropía. Creando la ilusión de lo completo. Y, de algún modo, empiezo a verme a mí misma ahí fuera, en las palabras que he creado, ahí fuera en sus múltiples mundos, fragmentada y libre.