El de las cejas no ha podido dejar de pensar, mientras intentaba tranquilizarlo, que todo eso era en vano, porque hasta que el viejo se haya acostumbrado a los implantes tendrá que pasar, por lo menos, un año, y seguro que un par de días antes o después se morirá de un infarto, de cáncer, de una embolia, o de cualquiera de las demás cosas de las que se muere una persona de su edad. Habría que limitar la edad de recibir tratamiento a los ochenta años, piensa mientras se quita los zapatos, y pasada esa edad, decirles sencillamente: «Ustedes ya han vivido bastante. A partir de ahora consideren que lo que les queda de vida es un plus, un regalo sin ticket de cambio. ¿Que les duele? Pues no pasa nada. A esperar a que se les pase o a que se mueran». «Esa edad», piensa el de las cejas mientras se lava los dientes, «cada vez la tengo más cerca, la siento como un caballo desbocado que viene hacia mí echando espuma por la boca. Dentro de poco seré yo el que esté ahí echado en esa cama sin levantarme». Y el hecho de pensarlo, le produce cierta tranquilidad.