Sergio Galindo

No sabemos qué queremos cuando la soledad ha sido nuestra sombra.
—¡La soledad es mi fuerza! Por eso vivo aún, porque sólo tengo una espalda que cuidar.

El campo con toda su belleza y su obstinación parecía querer asaltarla a cada rato hasta hacerla suya: regimientos de girasoles la sitiaban, y reptantes avanzadas de nomeolvides realizaban imprevistas apariciones en los huecos que dejaba el empedrado de la calle.

La lluvia enclaustra a los niños, por la obediencia y los catarros; mas no así a los mayores que caminan por calles o parques, con o sin paraguas, al paso habitual; la lluvia es parte de ellos y la evitan solamente cuando los aguaceros se vuelven torrenciales y convierten las calles en ríos.

Sin duda embellece a su lado pues él la contempla con éxtasis.

Los encuentros que abren puentes al amor son trampas que conducen a dar pasos ciegos.

Los dos tenían la misma altura y casi idéntica complexión, pero mientras que el joven tenía la esbeltez del venado el otro poseía la traza del tigre, no necesitaba de ningún alarde para establecer su preponderancia.

¿Cómo hablar de esa ternura femenina cuya proximidad mitiga todo mal?

El aplomo es del caballo, la osadía del can y la astucia del felino. Tenía una ventaja sobre ellos: el engaño. Algo que le había aprendido a Santiaguito.

Sí amo, Tomás, y mañana pienso ir por ella. Se llama Otilia.