Yukiko Motoya

Cuando se subía a la bicicleta eléctrica, Oshiko tenía la impresión de liberarse de todo cuanto fuese superfluo para ser madre. Al montar a la niña en su asiento y subirse a la bici para mamás, dejaba de ser ella, mujer individual o persona, y se convertía en una verdadera madre con las características propias supuestas a toda progenitora.

Antes de ser madre, soy persona —rebatió en tono enervado—. Pues que sepas que cuando yo me subo a una de esas bicicletas con silleta infantil me siento presionada a ejercer el papel de madre, me dan ganas hasta de morirme. No entiendo por qué por el hecho de dar a luz tenemos que renunciar a nuestra personalidad, dejar de ser nosotras mismas. Dime, ¿por qué?

—¿No te dijeron en el colegio que conviene evitar nuestra percepción de las cosas basándonos en lo que nos gusta o disgusta porque eso es lo que nos impide ser felices?

—¿No te parece que lo raro más bien es educar a personas de manera que no sepan lo que les gusta?

Tanto en el colegio como en las academias de refuerzo extraescolar lo que se valoraba más, por encima de expresar la propia opinión, era la capacidad de seleccionar y desechar información.

Tal como había presentido en más de una ocasión, ahora los niños, en comparación con los de su generación, parecían, en muchos sentidos, completamente diferentes, como si formaran una nueva especie.

«¡Nuestro promedio de longevidad se renueva sin cesar de forma ilimitada!». La madre de Kopi en aquellos días, además de experimentar que el tiempo se le hacía más largo que de costumbre, se desesperaba al imaginar cómo envejecería Kopi dotado de un cuerpo casi inmortal. Se pasó una noche entera llorando arrepentida de haberlo concebido en ese mundo presente, según le confesaría después a Oshiko.

—Bueno, entonces, ¿acaso piensas aficionarlo a la lectura?

—Pues lo pensé, pero creo que no serviría para nada.

—¿No?

—No, porque, si lo animase imprudentemente a interesarse por la literatura o el cine, correría el riesgo de convertirse en una persona que piensa demasiado. ¿Qué haría entonces, dime? En estos tiempos que vivimos, si empezamos a replantearnos el sentido de la vida, no nos quedará más escapatoria que el suicidio, ¿no te parece?

Oshiko pensaba que vivir el matrimonio, el parto, el divorcio y la vida como «madre separada» era una actividad al alcance de la mano que se podía pagar con tiempo vital, dinero y esfuerzo; por eso le parecía catalogable como contenido natural.

Era impensable que Oshiko, que apenas leía, ni siquiera en formato electrónico, por mucho que el contenido tratase sobre el síndrome infantil de desconexión a la realidad virtual, leyese de principio a fin un texto de pedagogía que alcanzaba las trescientas veinte páginas.

—¿Estás bien? ¿Duermes bien?

—Gracias, sí, más o menos —susurró la otra, aceptando el té.

—¿De verdad? ¿Estás comiendo bien? Pareces enferma.

—Con sólo pensar en el futuro que le espera a mi hijo, la verdad es que se me quitan las ganas de comer.

—Pues pensar demasiado tampoco es bueno.