Cuando mis padres murieron –en un accidente de coche, embestidos por un conductor borracho que se incorporó a la I-45, yo acababa de cumplir quince años: que suenen los violonchelos–, su familia me acogió, me dieron tiempo y espacio y sensación de pertenencia, y durante el resto de mi vida cada vez que he oído la palabra «hogar» sus rostros han aparecido en mi mente como putos hologramas.