El hombre está tirado de espaldas, con las piernas en la alcantarilla, los brazos parcialmente extendidos y la cabeza hacia el norte, cerca de una casa adosada que hace esquina. Los ojos, de un marrón oscuro, están fijos bajo los párpados entrecerrados, con esa expresión de vago reconocimiento tan común en los recién fallecidos violentamente. No es una mirada de horror o consternación, ni siquiera de angustia. La mayoría de las veces la última expresión del rostro de un hombre asesinado se parece a la de una colegiala nerviosa que acaba de comprender la lógica de una ecuación sencilla.
—Si aquí no hay nada más —dice Pellegrini—, voy a ir al otro lado de la calle