Jane Eyre, que era el día anterior una mujer llena de dulces anhelos, una casi desposada, se había convertido otra vez en una muchacha desamparada y sola, con una vida gris, llena de desoladas perspectivas ante ella. La nieve de diciembre había caído en medio del verano, el hielo helaba las manzanas maduras, un viento invernal arrancaba de sus tallos las rosas. Los bosques, que doce horas antes mostrábanse fragantes y espléndidos como tropicales árboles, eran ahora inmensos, solitarios, glaciales como los bosques de pinos en el invierno de Noruega... Mis esperanzas habían muerto de repente; mis deseos, el día anterior rebosantes de vida, estaban convertidos en lívidos cadáveres. Y mi amor, aquel sentimiento que Rochester había despertado en mí, yacía, angustiado, en mi corazón, como un niño en una cuna fría.