Nestor Braunstein

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    Fue precisamente en el siglo XIX cuando los locos pasaron a ser patrimonio, objeto y problema de la “higiene pública” y encomendados a la medicina. Apareció entonces (después de algunos necesarios precedentes) el manicomio como edificio necesario en todas las grandes ciudades y en todos los países tomando como modelo el “panóptico” carcelario de Bentham y se confió a los médicos (“alienistas”) la investigación y la definición de las formas de la locura que antes pertenecían al discurso teológico centrado en la posesión demoniaca y el pecado.
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    En ese territorio cerrado del “loquero” —a veces campo de concentración, a veces observatorio de los lunáticos—, en el marco ideológico de la medicina clasificatoria se produjo la distinción de cinco clases fundamentales: melancolía, manía con delirio, manía sin delirio, demencia e idiotismo, propuesta por Philippe Pinel (1745-1826) que publicó en 1801 su Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale. El “alienista” francés consideraba estas “vesanias” como un desarreglo de las “facultades cerebrales” —¡ya entonces!— que podía deberse a causas físicas o directamente cerebrales, causas hereditarias y causas morales (como las pasiones intensas y fuertemente contrariadas o prolongadas y los excesos de todo tipo). Esta distinción, con distintos ropajes o disfraces, sigue vigente hoy en día en el pensamiento psiquiátrico en materia de etiología: organogénesis neurológica, tara genética y trastornos psicogenéticos como el tan famoso “trastorno de estrés postraumático” (PTSD, en inglés).
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    Con el siglo XX llegaron las nuevas clasificaciones que ampliaban el campo e incorporaban nuevas categorías. El adalid de esa nueva psiquiatría basada en la descripción de los trastornos o enfermedades, fue Emil Kraepelin (1856-1926) con ya ¡14! categorías. Él sistematizó el campo de las psicosis (término que se incorporó al vocabulario médico en 1856), incluyó la dementia praecox (que acabó siendo sustituida por el vocablo acuñado en Suiza en 1911 por Bleuler, “esquizofrenia”) e incluyó un capítulo para las “personalidades psicopáticas” que habrían de transformarse en el hoy amplio espectro de “trastornos de la personalidad”.
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    La mirada psiquiátrica pretende introducir del mismo modo la “enfermedad” en una jerarquía de categoría, subcategoría y variedad, equivalente a la jerarquía de clase, género y especie. Pero ¿de dónde extraía Linneo los caracteres que le permitían ubicar a cada individuo dentro de su clasificación? De la forma objetiva (positiva) de los elementos que podía ser confirmada por cualquier otro.
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    Podríamos pensar —vale decir, pienso— que la conclusión a extraer de la supervivencia de la “nosografía” actual, derivada de la de Kraepelin no debería ser tanto de admiración como de marcado escepticismo dado el carácter reconocidamente descriptivo y sintomático de la clasificación con exclusión de toda teoría y ante la ausencia de datos objetivos, empíricos (equiparables a los de un botánico o a los de un zoólogo y que no fuesen los de “cierta enciclopedia china”), para justificar los diagnósticos.
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    La clasificación no sólo creaba a los objetos sobre los que se aplicaba (locos y no locos, a veces, medio locos o fronterizos) sino que, además, producía un lenguaje, un modo de pensamiento, un discurso y unas reglas semiológicas que, a su vez, engendraban y clonaban a los psiquiatras como agentes de aplicación del sistema propuesto: “psiquiatra” fue, a partir de la primera mitad del siglo XX, cuando el término se generalizó, quien manejaba la clasificación de Kraepelin.
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    Lo que fue un momento de sistematización de datos empíricos en la historia de la psiquiatría, correspondiente a la expansión capitalista y a la conveniencia de segregar a los locos en las sociedades disciplinarias, se ha actualizado como un nuevo movimiento epistemológico que corre detrás de la progresiva tecnificación, burocratización y medicalización de la especialidad que debe adecuarse a los fines de la sociedad de control: posmoderna, posindustrial, poscapitalista, según se prefiera.
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    Cualquiera sabe que las enfermedades, todas ellas, son conceptos abstractos y a nadie le extraña que las supuestas entidades que los psiquiatras delimitan como trastornos estén mal definidas y se superpongan entre sí a punto tal que, frente a un caso singular, los juicios del clínico sean más bien opiniones personales, a diferencia de lo que sucede en la medicina donde una fractura de hueso, una psoriasis o una hepatitis son hechos positivos y objetivables que, “en los textos modernos de medicina se clasifican según dos órdenes, el etiológico y el topográfico o anatómico”.
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    Debería encontrarse una “causa natural” de la locura en cualquiera de sus formas y ella no aparece aunque pueda sospecharse de ciertos procesos cerebrales que tendrían relación con el mecanismo involucrado en las exteriorizaciones clínicas. Pero tales procesos no son la causa de los trastornos sino los que hacen posible la manifestación sintomática y sobre los que se puede, eventualmente, incidir por medios físicos o químicos.
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    Es en la relación del sujeto (el sujeto del inconsciente) con el Otro donde se encuentran las causas de su acuerdo o desviación respecto de la norma que no está en el cerebro sino en la estructura social, económica, antropológica, lingüística, política, etc., que son las “circunstancias”, eso que rodea y condiciona al cerebro viviente y meganeuronal.
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