nuestra madre había perdido todos sus recuerdos felices, pero también los más dolorosos. No recordaba cuánto la había querido mi padre y cuánto lo había querido ella, pero tampoco recordaba la indiferencia que él mostraba con ella y la frialdad con que ella lo trataba. En este sentido, la balanza de su vida conyugal estaba equilibrada. Los recuerdos que mi madre había recuperado aquella noche –ir al encuentro de mi padre bajo la nieve, limpiarle las botas y prepararle la comida– no podían considerarse malas experiencias. En realidad, seguro que mi madre tampoco había sufrido cuando era joven y tenía que encargarse de todas aquellas tareas. Pero aunque no hubiera sufrido, aquellas obligaciones se habían ido acumulando como capas de polvo a lo largo de muchos años y ahora, desde la perspectiva de la edad, le parecían mucho más fatigosas. Tal vez mi madre empezara a notar el peso del polvo que se nos acumula día tras día sobre los hombros, casi imperceptiblemente, por el simple hecho de vivir.