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Agota Kristof

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    Yo caminaba en medio del viento con paso decidido, rápido, como todas las mañanas. Sin embargo, tenía ganas de regresar a mi cama y acostarme, inmóvil, sin pensar en nada, sin desear nada
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    Estaba contento de quedarme en el hospital porque no quería volver a la fábrica.
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    No podía seguir con la vida que llevaba, la fábrica y todo lo demás, la ausencia de Lina, la ausencia de esperanza. Levantarse a las cinco de la mañana, caminar, correr en la calle para coger el autobús, cuarenta minutos de trayecto, la llegada al cuarto pueblo, entre los muros de la fábrica. Darse prisa para ponerse el guardapolvo gris, fichar zarandeándome ante el reloj, precipitarme hacia mi máquina, ponerla en marcha, taladrar el agujero, taladrar, siempre el mismo agujero en la misma pieza, diez mil veces al día si es posible, porque de esa velocidad depende nuestro salario, nuestra vida.
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    Pienso que allá afuera hay una vida; pero, en esa vida, no pasa nada. Nada que tenga que ver conmigo.
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    A veces me pregunto si vivo para trabajar o si es el trabajo lo que me hace vivir.
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    Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.
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    Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula
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    Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.
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    Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar.
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    Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».
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