Gracias a este poema,
ya no podré olvidar
cómo te sentaste en el asiento trasero
de un Nissan Platina rojo
y, de la nada, me preguntaste
si tenían lengua o no los tiburones.
No supe la respuesta.
Entonces me pasaste
tus binoculares para ver
las marcas dibujadas con gis
que hicieron las estrellas a 130 kilómetros por hora
contra la negrura
de un cielo no empañado por luces de ciudad.