Margaret o Meg, la mayor de las cuatro chicas, tenía dieciséis años; era muy bonita, regordeta y rubia; tenía los ojos grandes, abundante pelo castaño claro, boca delicada y unas manos blancas, de las cuales se vanagloriaba un poco. Jo, que tenía quince años, era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca parecía saber qué hacer con sus largas extremidades, que se le atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, la nariz respingada, ojos grises muy penetrantes, que parecían verlo todo, y se ponían alternativamente feroces, burlones o pensativos. Su única belleza era su cabello, hermoso y largo, pero generalmente lo llevaba descuidadamente recogido en una redecilla para que no le estorbara; los hombros cargados, las manos y los pies grandes y un aire de abandono en su vestido y la tosquedad de una chica que se hacía rápidamente mujer a pesar suyo. Elizabeth o Beth tenía unos trece años; su cara era rosada, el pelo liso y los ojos claros; había cierta timidez en el ademán y en la voz; pero una expresión llena de paz, que rara vez se turbaba. Su padre la llamaba “Pequeña Tranquilidad”, y el nombre era muy adecuado, porque parecía vivir en un mundo feliz, su propio reino, del cual no salía sino para encontrar a los pocos a quienes amaba y respetaba. Aunque fuese la más joven, Amy era una persona importantísima, al menos en su propia opinión.
Una verdadera virgen de la nieve; los ojos azules, el pelo color de oro, formando bucles sobre las espaldas, pálida y grácil, siempre se comportaba como una señorita cuidadosa de sus maneras.