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Los sueños tienen una propiedad inasible. Son de la materia de la que imagino son las nubes: al tocarlas se deshacen.

Andamos perras, andamos diablas, no con la soledad, sino con nuestra historia compartida a cuestas.

En su rostro se posa una sombra, como de pájaro negro que ronda el cielo, de hombre que sabe.

Andamos perras, andamos diablas con la soledad a cuestas

Traía impreso un rectángulo cuadriculado con distintas letras hebreas en cada casilla. Tenía un título, en español: Los 72 nombres de Dios. Y una leyenda: “Estos no son nombres en el sentido habitual de la palabra, sino combinaciones que te conectan con una corriente espiritual infinita”.

Le conté, para calmarla, lo que había leído en internet sobre el LSD, lo poco que recordaba. El famoso paseo en bicicleta de Hofmann, del laboratorio a su casa, tras sintetizar la sustancia por primera vez; la visita del doctor al poco rato, que no encontró nada raro en su cuerpo salvo las pupilas dilatadas

El agua de esta piscina se había calentado también, de manera natural, bajo el rayo del sol. Dejamos las bolsas en la única silla desocupada, nos quitamos las blusas y los shorts, y brincamos al agua sin demorarnos ni pensarlo. Ésta me pareció limpia, olía a cloro, no tenía sal ni se movía, y su tibieza abrazaba como un abrigo.

Marcela no sabía nadar. Lo dijo como quien se desprende de un secreto, aliviada. Procuré no expresar sorpresa. Entre Lluvia y yo le sostuvimos las piernas y los hombros para que aprendiera a flotar

medio de los ruidos de la ciudad que despertaba. Soñó que regresaba a México de urgencia y, estando allá, intentaba volver y concluir su viaje. El sueño entero se le iba en los intentos por comprar, en páginas de internet intrincadas y fallidas, un nuevo boleto de avión

—¿Sabes cómo se suicida un argentino? Se sube a su ego y se tira pabajo. “Mamá, mamá, ya no quiero visitar a la abuela”, “Calla y sigue cavando…” –mientras se metía medio dedo en la boca –“Señora, ¿podría mover su paraguas?”