Fernando Aramburu

desde la noche del registro no se sentía a gusto en su casa.

—¿Y eso?

—No sé cómo explicarte. Es como si me la hubieran ensuciado para siempre. Es una suciedad que no se ve, pero la notas igual. Por mucho que yo pase el trapo, ahí sigue y me da un asco que no puedo con él.

Y son los mismos que nos maltratan los que luego hablan de democracia. Su democracia, la suya, la que nos oprime como pueblo.

Por eso te digo yo, con el corazón en la mano, que nuestra lucha no solo es justa. Es necesaria, hoy más que nunca. Es indispensable, puesto que es defensiva y tiene por objeto la paz.

Él mejoró bastante su español a fuerza de practicarlo con ella.

gambas y langostinos, que para Klaus-Dieter eran lo mismo: gambas pequeñas y gambas grandes.

No tuvo tanto la sensación de haber alcanzado una meta como de haberse desprendido de una carga pesada.

—Aita, ya ves que he hecho lo que me pediste. Ahora estoy libre para decidir yo sola mi futuro.

La conversación se desflecó. Fluían partidos por islas de silencio los turnos de palabra. Y el discontinuo, manso río verbal arrastraba sin fuerza evasivas, rodeos, cuestiones de poca monta.

Las pintadas contra el Txato le quitaron a Joxian el apetito. Y también lo privaron de su mejor amigo. Porque en una ciudad, pase; pero en el pueblo, donde todos nos conocemos, tú no puedes tener trato con un señalado.

Y concluyó:

—Se han forrado a base de explotar a la clase obrera y ahora les viene la factura. No lo digo yo solo. Lo dice la gente del pueblo. Te aviso porque todos sabemos que tú y ella sois muy amigas.