Frank McCourt

Los apuros de mi madre comenzaron la misma noche en que nació.

Mi abuela da un empujón fuerte y la criatura está en el mundo: es una niña preciosa con el pelo negro y rizado y los ojos azules y tristes.

Es lo que dice mi padre de los hombres que no beben –dice Eamon–, que no son de fiar.

Peter dice que si te encuentras con un hombre que no bebe ni fuma es que es un hombre al que tampoco le interesan las chicas, y más te vale taparte con la mano el ojo del culo, más te vale hacer eso.

Él sabrá si ella le ha sido fiel por su manera de andar.

Escucha. No le des todas las páginas dieciséis cuando vuelvas.

–¿Por qué?

–Podemos venderlas Peter y yo.

–¿Por qué?

–Hablan del control de la natalidad, y eso está prohibido en Irlanda.

Yo le digo que catorce, aunque tengo más de cuarenta, pero no le digo la verdad porque nunca hay que decir la verdad a la gente que dice mentiras a costa de los ojos enfermos de uno.

Cuando vuelvo, está muerta en la silla, con los ojos muy abiertos, y con su monedero en el suelo muy abierto. No me atrevo a mirarla, pero cojo un fajo de billetes.

–¿Nos iremos todos algún día? –dice Michael.

–Sí.

Quiero que se me queden grabadas en la mente las imágenes de Limerick por si no vuelvo nunca.