El caso de la condesa Olenska removió viejas convicciones establecidas y las dejó navegando a la deriva entre sus pensamientos. Su propia exclamación: "las mujeres deben ser libres, tan libres como nosotros", tocaba la raíz de un problema que su propio mundo había decidido considerar inexistente. Una mujer "decente", aunque hubiera sido agraviada, jamás podría reclamar la clase de libertad de que él hablaba, y los hombres de corazón generoso como el suyo estarían caballerosamente dispuestos -en el calor de la discusión- a concedérsela. Tales generosidades verbales no eran de hecho más que un engañoso disfraz de las inexorables convenciones que ataban una cosa con otra y encerraban a todos dentro de los viejos moldes. Pero en este caso se veía comprometido a defender, por la prima de su novia, una conducta que, si se tratara de su propia esposa, lo obligaría a invocar contra ella todo el rigor de la Iglesia y del estado.