Me equivocaba. Me tumbé y esperé en vano. ¿El sueño? No; el olvido. Pero el olvido no de aquella pobre mujer, que no era nada mío, sino de mi vida entera, que aparecía ante mí en toda su irreparable futilidad. Hacía mucho tiempo que no crecía en ella ninguna ambición, ninguna esperanza. Me dieron ganas de maldecir a la intrusa. Por su culpa, la niebla se había disipado.