Todo bibliotecario, razonaba Jorge Luis, es un paradójico monarca. Un monarca al servicio de sus súbditos impresos. Aunque el bibliotecario es rico, nada tiene que perder: su patrimonio es el ajeno; su fortuna, infinita. Un bibliotecario no es necesariamente feliz, pero en cambio posee la felicidad. Su labor tiene método, como toda belleza. En cuanto a la paciencia, él la tenía a montones. Bastaba con amar un solo libro. Y, con el tiempo, se llegaba a amar todos los demás.