Luis Fernando Medina

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    El propio origen histórico de las ciencias sociales fue un efecto secundario de las intensas conmociones sociales que atravesaron las dinámicas de modernización occidentales hace doscientos años. La creación de las economías industriales, la aparición de los estados liberales modernos y la movilización política vinculada a los procesos de democratización hicieron saltar por los aires las convicciones y las formas de relación social sedimentadas durante siglos y obligaron a un esfuerzo teórico de explicación de las nuevas realidades emergentes, pero también a un ejercicio de imaginación política.
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    Más de dos siglos nos separan de los babeuvianos. El paso del tiempo ha hecho que el socialismo sea ya parte de la historia. Los babeuvianos fueron los primeros de un largo linaje de revolucionarios que creyeron ser los portadores del futuro. Pero ha habido tantas adiciones a este linaje que ya se puede decir que el futuro tiene una historia. Una tradición revolucionaria es una especie de oxímoron: una tradición de romper con la tradición. Pero esta es justamente la situación en la que se encuentra ahora el socialismo tras dos siglos.
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    «El dios que falló», «el pasado de una ilusión»[1]. Estos son solo algunos de los títulos más influyentes en lo que ya constituye todo un género ensayístico con un tema común: la historia del socialismo en el siglo XX es más que suficiente para enviarlo al olvido. Para antisocialistas férreos, con lo visto ya no hace falta más. Se trata, sin duda, de una línea de argumentación de innegable eficacia política.

    Si nos detenemos a pensar un momento, veremos algo extraño, posiblemente acertado pero extraño, en estos retratos del socialismo. Aún si nos limitamos a los estados comunistas, estamos hablando de más de setenta años de la historia mundial y de aproximadamente un sexto de la población mundial. Pocas veces usamos el término «fracaso» para referirnos a un fenómeno tan vasto. Nadie habla, por ejemplo, del fracaso de la esclavitud.
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    Pero sí hay un sentido en el que el comunismo se diferenciaba de las demás experiencias de gobierno del siglo XX: el hecho de que sus protagonistas expresaban el propósito de construir otro tipo de sociedad. Había muchos desacuerdos entre ellos acerca de lo que estaban construyendo (como en cualquier otro país) y aun cuando se llegaba a un acuerdo entre los altos jerarcas nada aseguraba que dicho acuerdo se fuera a llevar a la práctica (como ocurre con tantas políticas). Pero la expresión de propósito era innegable, vehemente.
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    Antes de entrar en detalles, voy a saltar brevemente a la conclusión. Sí. Hay un nexo entre la veta utópica del socialismo y su caída en el siglo XX. Pero aunque las revoluciones de 1989 son usualmente consideradas el fin de la utopía, creo que sería mejor verlas como el fin de cierto tipo de utopía, más aún, el fin de cierto tipo de relación entre la utopía y la política surgido en un contexto histórico concreto.
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