cuando los cisnes doblan el cuello y los obreros regresan a sus casas muertos de cansancio y de algodones de azúcar, hasta la Plaza Mayor, un sábado en la mañana, cuando las campanas naufragaban en el ruido de los automóviles y de los camiones y de los tanques que merodeaban por el palacio presidencial, porque ya había llegado el tiempo; el tiempo de los estudiantes, el tiempo de las manifestaciones y los culatazos, el tiempo, en fin, en el que Palinuro, como el piloto de Eneas, ya no sabría distinguir el día de la noche.