Tomás González

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    El otro cuarto, aquel donde más tarde funcionaría la tienda —y donde, más tarde aún, sería lavado el cadáver—, estaba desocupado por completo.
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    dieron a J. la impresión del triunfo permanente de la vida sobre la muerte. Sin tomarlo como una premonición de lo que sería el destino de sus huesos
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    Daba la impresión de exhalar un hálito sensual parecido a las emanaciones de un pantano en germinación.
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    Comenzó el primero de los dos inviernos que J. habría de vivir en aquella región; el primero de sus dos últimos sobre la tierra.
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    Comenzó el primero de los dos inviernos que J. habría de vivir en aquella región; el primero de sus dos últimos sobre la tierra.
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    Pero nunca lo terminó. A la altura de la página treinta, y sin mostrarle nada a nadie —ni siquiera a J., a quien respetaba—, arrancó y quemó lo escrito. La burla que en algunos de sus amigos provocó la intención de mantenerse dentro de los límites del diccionario había sido tal vez demasiado fuerte para él.

    —Yo soy un hijueputa obrero, hermano, y a mucha honra —le dijo a J.—. Así que quedate vos con el libro, que a lo mejor vos sabés trabajarlo.
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    —«No os dejéis consolar», decía el poeta, «vuestro tiempo no es mucho, el lodo a los podridos, la vida es lo más grande, perderla es perder todo»—
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    ¡Paso a la civilización, ceibas de mierda!»
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    Unos de los últimos días buenos que vivieron juntos.
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    s a poner planta eléctrica a la finca; otro vio mis libros y preguntó si ya había leído Papillon. Yo lo había leído, claro, pero le dije que no, para no tener que comentar el libraco de mierda.
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