La guerra, que duró ocho años insoportablemente largos, reunió una importante cosecha de almas en pena por todo el mundo. Pero después comenzó a apagarse y retrocedió, aullando y cojeando, mientras se lamía las patas ensangrentadas. El combustible, como antes, no era suficiente, pero la vida empezó a mejorar poco a poco, y, como con un chasquido, volvió a la normalidad. Aunque, por alguna razón, estos cambios no afectaron a Marán. Nadie se acordaba del pueblo ni tenía intención de hacerlo. El único coche que llegaba era la ambulancia, y para que lo hiciera había que enviar un telegrama, porque Marán no tenía otro contacto con el mundo exterior. Estaba claro que hacía mucho que en el valle habían dejado de la mano de Dios a ese puñado de ancianos obstinados que, en su momento, se negaron a bajar desde la cima del Mánish-kar hasta las tierras bajas.