Silvia Plath

todo lo que había leído alguna vez acerca de locos me quedaba en la mente, mientras todo lo demás volaba

gente me querría por mi dulce, apacible carácter. No me irían detrás para que les leyera libros y escribiera largas monografías acerca de los gemelos en James Joyce.

Sabía a muerto, como un trozo de vieja corteza de árbo

Mi árbol favorito era el sauce llorón. Yo pensé que debían de haberlo traído del Japón. En Japón entendían las cosas del espíritu.

Cuando algo les salía mal se arrancaban las entrañas.

Entonces me di cuenta de que ninguna de las personas se movía.

Era como si lo que yo quería matar no estuviera en esa piel ni en el ligero pulso azul que saltaba bajo mi pulgar, sino en alguna parte, más profunda, más secreta y mucho más difícil de alcanzar.

Me complacía pensar que estarían colocados ahí, sobre el tronco plateado, señalando al mar como una especie de brújula del alma, después de que yo estuviera muerta

La marea parecía arrastrar el fondo mismo del mar, donde blancos peces ciegos avanzaban por su propia luz a través del gran frío polar. Vi dientes de tiburones y esqueletos de ballenas esparcidos allá abajo, como lápidas sepulcrales.

La única razón por la que recordaba esa obra de teatro era porque salía una persona loca, y todo lo que había leído alguna vez acerca de locos me quedaba en la mente, mientras todo lo demás volaba

—Si te fueras a suicidar, ¿cómo lo harías?

Cal pareció complacido.

—He pensado muchas veces en eso. Me volaría la tapa de los sesos con un arma.

Me sentí decepcionada. Era muy típico de un hombre hacerlo con un arma de fuego.