César Silva Páramo

  • Josué Osbournehas quoted3 months ago
    Mal a quién? —chilló Esmeralda.

    —A los hombres que engaña, a sí misma, a la sociedad, a los principios de la Revolución mexicana.

    —¿Por qué? Los días compartidos son días felices, armoniosos, que a nadie dañan.

    —¿Y el engaño?

    —¿Cuál engaño? Una cosa es no decir y otra cosa es engañar
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    PERO, USTED, ¿NO SUFRE?

    —¿Yo?

    —Sí, usted.

    —A veces, un poquito, cuando me aprietan los zapatos…

    —Me refiero a su situación, señora —acentuó el señora, lo dejó caer hasta el fondo del infierno: se-ño-ra—, y lo que de ella puede derivarse. ¿No padece por ella?

    —No.
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    El juzgado era viejo; pura madera carcomida, pintada y vuelta a pintar y la cara del agente del Ministerio Público extrañamente no se veía tan vieja, a pesar de sus hombros encorvados y los sacudimientos que los estremecían. Vieja su voz, viejas sus intenciones, torpes sus ademanes y esa manera de fijar los ojos en ella a través de los lentes e irritarse como un maestro con el alumno que no ha aprendido la lección. “Las cosas —pensó ella— contaminan a la gente; este hombre parece un papel, un cajón, un tintero. Pobre.”
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    Una vez solos, la detenida volvió a inquirir con su voz aguda:

    —¿Podría llamar a mi casa?

    El licenciado estaba por repetir hiriente: “¿A cuál de ellas?”, pero prefirió emitir una negativa redondeando la boca en tal forma que todas las arrugas convergieron en un culo de pollo.
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    También el piso de granito muy gastado, grisáceo, era sórdido, aunque a diario lo trapearan, y las ventanas que daban a la calle, por cierto muy chiquitas, tenían unos barrotes gruesos y pegados los unos a los otros. Los vidrios siempre sucios dejaban pasar una luz terregosa y triste; se veía que a nadie le importaba esta casa, que todos huían de ella una vez terminado el trabajo, que ningún aire entraba a las oficinas a no ser el de la puerta de la calle que se cerraba de inmediato.
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    Todos en el juzgado parecían estar inoculados en contra de la crítica y la autocrítica; unos se rascaban las costillas, otros los sobacos, las mujeres se arreglaban un tirante del brasier, pujando. Pujaban también al sentarse, pero una vez sentadas volvían a levantarse para ir a otro escritorio y consultar algo que las hacía rascarse la nariz o pasarse repetidas veces la lengua sobre los dientes buscando algún prodigioso miligramo que una vez hallado se sacaban con el dedo meñique. Total, que si ninguno se veía a sí mismo, ninguno veía tampoco a los demás.
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    —¿Cuántas copias van a hacer? —preguntó la acusada.

    Nada turbaba la limpidez de su mirada, ninguna sombra, ninguna segunda intención en la superficie brillante.
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    —Con mi papá. Procuro pasar la Navidad con él.

    Esmeralda agrandó sus ojos verdes como el pasto tierno que nunca ha sido pisado. “Pero si hasta parece una virgen”, pensó el agente.
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    —Veamos lo que tiene que decir la acusada. Pero antes permítaseme una pregunta estrictamente personal, señora Esmeralda. ¿No confundía usted a Julio con Livio?

    Esmeralda, con la vista fija, semejaba una criatura frente a un caleidoscopio de una profundidad insondable bajo el flujo de las aguas transparentes de sus ojos; un caleidoscopio en el aire, puesto allí sólo para ella. El juez, despechado, tuvo que repetir su pregunta y Esmeralda se sobresaltó como si la pregunta le molestara:

    —¿Que si los confundo? ¡Oh, no, señor juez, son tan distintos!

    —¿Nunca tuvo usted una duda, un tropiezo?

    —¿Cómo podría tenerlo? —respondió con energía—, los respeto demasiado.

    —¿Ni siquiera en la oscuridad?

    —No lo entiendo, licenciado.
  • Rafael Ramoshas quotedlast year
    —¿Así es de que cinco? —tamborileó en la puerca mesa de madera.

    —Los cinco me necesitaban.
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