convencer a su comunidad de que ser judío no era incompatible con sentirse profundamente ruso. Aunque había sectores ortodoxos que rechazaban semejante asimilación, no dejaban de sentirse rusos y no concebían vivir en ningún otro lugar que no fuera Rusia. Se trataba, decía mi abuelo, de no encerrarse en uno mismo, sino de abrirse a los demás, conocer y ser conocidos. Así educaba a sus hijos, y así pretendía vivir, pero la Rusia que encontró a su regreso de París rechazaba, aún más si cabe, a los judíos.