Daisy Johnson

Los lugares en los que nacemos siempre regresan a nosotros. Se disfrazan de migrañas, de dolores de estómago, de insomnio. Son ese despertar repentino en que nos asalta la sensación de estar cayendo, en que buscamos a manotazos la lámpara de la mesita de noche, convencidos de que todo lo que hemos construido ha desaparecido mientras dormíamos.

He estado pensando en el rastro que dejan nuestros recuerdos, en si éste permanece inmutable o cambia a medida que los reescribimos. En si los recuerdos son sólidos como casas y peñascos o se deterioran rápido y los reemplazamos, los recubrimos. Todo lo que recordamos se degrada y se digiere, nunca es lo que era en realidad. Esto me angustia, me inquieta. Nunca llegaré a saber lo que pasó exactamente.

Siempre había sido consciente de que el pasado no moría sólo por desearlo. El pasado nos hacía señas: crujidos y chasquidos por la noche, palabras mal escritas, la jerga de la publicidad, los cuerpos que nos atraían y los que no, los sonidos que nos recordaban a esto o a lo otro. El pasado no era un hilo que dejábamos suelto a la zaga, sino un ancla.

Tu lógica tiene algo infantil: te embutes la palabra escrita entre los dientes, estiras la lengua para alcanzarla. Igual que cuando estábamos en el río y nos comíamos el corazón de un animal para robarle su fuerza.

Si, en algún sentido, el lenguaje determinaba nuestra manera de pensar, entonces nunca podría haber sido distinta de como soy. Y el lenguaje con el que me crie no lo hablaba nadie más, así que siempre iba a sentirme aislada, sola, incómoda en presencia de los demás. Lo dictaminaba mi lenguaje. Lo dictaminaba el idioma que me habías enseñado.

«Trabajo en un supermercado. No me gusta, pero con eso me pago el alquiler. Aún no sé cómo hablarle a la gente, así que estoy sola casi todo el tiempo. No me acuerdo de vosotros, ni de la granja ni de lo demás. Ha pasado casi una década desde la última vez que os vi y nada de lo que recordáis de mí existe ya.»

Me aprieto las manos con todas mis fuerzas. Todavía no sé muy bien a qué le tengo miedo, pero sí que es inmenso.

Me venían oleadas de lucidez y con ellas tal grado de alarma que me resultaba ajena por su magnitud.
*

De vez en cuando nos hacemos pasar por hombres y es más fácil, porque dista más de lo que en realidad somos.

eptiembre hace ruiditos a mi espalda: chasquidos, reclamos extraños, invocaciones musitadas, palabras inventadas.