Abramo Moravia, el antepasado que enlaza al tío Ettore conmigo, no era un intelectual sino un carnicero experto en la shejitá, el sacrificio ritual de animales para la comunidad judía. Empuñando un cuchillo sin mellas, de un hábil tajo cortaba de golpe el esófago, la tráquea y la yugular del animal, de tal manera que éste perdía inmediatamente el conocimiento. La tarea siguiente consistía en desangrarlo y dejar que la tierra absorbiera la sangre caída, limpiando con agua la que quedaba en el cuerpo.
La hoja del cuchillo perfecta, la mano firme, el estar continuamente inmerso en la alternancia entre la vida y la muerte —con un sentimiento en vilo entre el desapego y la compasión, unido a la certeza de cumplir un acto que trasciende por su potencia nuestra comprensión y el consiguiente temor que deriva de ello— son características que el sacrificio de animales y la escritura comparten. Se requiere un conocimiento profundo de la anatomía y tener piedad, pero también es indispensable que la piedad no haga temblar la mano convirtiendo el corte en un suplicio innecesario.