Lejos de la piedad y el perdón cristianos, la amante atraviesa un largo duelo sin escamotearse ninguna de las emociones arcaicas tan temidas por Occidente: la ira, el rencor, el deseo, la desesperación. No se deja ayudar por la mesura ni la continencia. En su camino hacia el centro del amor extraviado y luego hacia afuera de él, no se ahorra ninguna emoción, por laberíntica que sea. Consciente de lo incómodo que puede resultarle a un lector encontrar en la prosa más expresiva e inteligente tal visceralidad, la protagonista dice: “Es obsceno el dolor femenino. Tú, que alimentas el tuyo ‘con el más alto pensamiento conceptual de Occidente’, no tolerarías la peste romana de esta cueva de leonas”.