Pues una vez que la enfermedad de la lectura se ha hecho con el sistema, lo debilita de forma que cae presa fácil de ese otro azote que mora en el tintero y se encona en la pluma. El desgraciado se aficiona a escribir. Y, si esto es ya bastante malo en un hombre pobre, cuya única propiedad es una silla y una mesa colocadas bajo un techo con goteras –pues no tiene mucho que perder, después de todo–, el apuro de un hombre rico, que tiene casas y ganado, doncellas, asnos y lencería, y aun así escribe libros, es lastimoso en extremo.