Vive Juan en una casa de la calle Ancha de la Feria —la casa señalada con el número 72—, en la que ha nacido. Nacer en la calle Ancha de la Feria y encararse con la humanidad que hierve en ella apenas se ha cansado uno de andar a gatas y se ha levantado de manos para afrontar la vida a pecho descubierto, es una empresa heroica, que imprime carácter y tiene una importancia extraordinaria para el resto de la vida, porque súbitamente la calle ha dado al neófito una síntesis perfecta del Universo. Los sevillanos, que son muy vanidosos, advierten la importancia que tiene esto de haber nacido en la calle Ancha de la Feria y lo exaltan. Es algo tan decisivo como debió serlo nacer en el Ática o entre los bárbaros. Lo que no saben los sevillanos —y si se les dijese no lo creerían— es que tan importante como haber nacido en la calle Ancha de la Feria es nacer en cualquiera de las quince o veinte calles semejantes —no son más— que hay por el mundo. Calles así las hay en París, en los alrededores de Les Halles, en cuatro o cinco ciudades de Italia, sobre todo en Nápoles, y aún en Moscú, allá por el mercado de Smolensk. Hasta quince o veinte en el vasto mundo. Aunque los sevillanos no quieran creerlo. Estas calles privilegiadas son el ambiente propicio para la formación de la personalidad, el clima adecuado para la producción del hombre, tal como el hombre debe ser. Son esas calles que milagrosamente llevan varios siglos de vida intensa, sin que el volumen de su pasado las haya envejecido, son viejas y no lo parece; sin que se les haya olvidado nada, viven una vida actual febril y auténtica, vibrando con la inquietud de todas las horas; en cada generación se renuevan de manera insensible y naturalísima: a las tapias del convento suceden los paredones de la fábrica, el talabartero deja su hueco al stockista de Ford o Citroën, en el corralón de las viejas posadas ponen cinematógrafos y por las calzadas por donde antes saltaban las carretelas zigzaguean los taxímetros. Esta evolución constante les da una apariencia caótica por el choque perenne de los anacronismos y sinsentidos. Ya ha surgido el gran edificio de las pañerías inglesas, y aún hay al lado un ropavejero; todavía no se ha ido el memoralista y ya está allí empujándole a morirse la cabina del teléfono público; junto a la hermandad del Santísimo Cristo de las Llagas está el local del sindicato marxista; aún no se ha arruinado del todo el