Nunca podría haber imaginado que en Barcelona existieran tantas monjas. Los hábitos variopintos que llevaban ya no tenían nada que ver con las arquetípicas tocas voladoras que les daban un aire entre infantil y divino. Los atuendos actuales eran horribles: vestidos grises, marrones o beige que llegaban a media pierna, un trozo de tela sin forma en la cabeza y zapatones masculinos baratos. Cualquier relación con la mística quedaba descartada. Ni siquiera tenían el aire sobrio y recio que las habría identificado como militantes de Dios. Eran vulgares.
Acudieron a millares a la misa del papa. Iban en grupitos excitados y gritones, contentas porque se disponían a presenciar la actuación de su ídolo.
El resto de la gente no me pareció mucho más atractiva. Parecían salidos de una peña excursionista.