Lo decisivo en Obama, como en cualquier marca, era la apariencia. Criticó a Wall Street y al Pentágono y posteriormente se asoció con ambos. Se mostró orgulloso de su prosapia afroamericana, pero rompió el récord de deportación de mexicanos (más de tres millones, muchos de ellos niños sin compañía de sus padres). Fiel a su idea de que la política es ante todo branding, abandonó la presidencia ante un país descontento por el crack financiero de 2008, pero con buena opinión del presidente que conservaba una envidiable figura, hablaba como tocado por los ángeles, bailaba con gracia, sonreía en forma fotogénica, bromeaba con Jerry Seinfeld en la Oficina Oval de la Casa Blanca, condecoraba a Joan Didion y departía con Paul McCartney. Cayó el producto, pero no la imagen, es decir, la marca.